A pesar de la degradación que a lo largo de la historia ha sufrido, la enseñanza es un ámbito clave para el sostenimiento de cualquier sociedad, sin importar si es democrática o no. Esta importancia reside en que gracias a una educación básica una sociedad puede reproducirse, es decir, transmitir sus valores, sus normas sociales, sus tradiciones a la siguiente generación a través del proceso de socialización. Si una sociedad es incapaz de hacer esto, esta condenada a desaparecer por eso toda sociedad se ha preocupado siempre de crear un entramado educativo sobre el que sostenerse.
La educación es, por
tanto, la base de la sociedad.
Sin embargo, parece acertado
decir, que la educación tiene una doble naturaleza, una doble
función social. No solo funciona como esqueleto sino también como
motor del cuerpo de una sociedad. Esto se debe a que el carácter y
progreso de una determinada sociedad es fácilmente visible si nos
paramos a observar su sistema educativo. Y cuando hablo de sistema
educativo, no me refiero forzosamente a una institución dedicada a
la enseñanza, sino sobre todo a la preocupación de dicha sociedad
por preparar a las nuevas generaciones y en qué campos, sin importar
los medios, que pueden ser variados: familia, escuelas, iglesias,
tutores, etc.
Tradicionalmente,
estudiantes y profesores han sido las puntas de cualquier revolución,
los sabios y pensadores los guías de cualquier cambio. Es decir, las
personas formadas y con una rica educación han actuado como motor de
arranque de las masas. Las sociedades han progresado cuando sus miras
se han ensanchado, a través del descubrimiento y la divulgación de
los nuevos conocimientos.
La educación es también
la cúspide de la sociedad.
Explicado ya el titular de
este artículo, los lectores se preguntarán: ¿a dónde nos conduce
toda esta reflexión? A la cuestión clave, el valor de la educación.
La reflexión antes expuesta nos viene a decir algo tan sencillo como
lógico: la educación es imprescindible para una sociedad. Ahí
radica la madre del cordero. Esa suma importancia es la mayor virtud
y el peor defecto de la educación pues es depositaria de un poder
inimaginable, el de modelar a generaciones enteras.
Esto explica muchas acciones
del pasado, como el tradicional afán de la Iglesia de controlar la
enseñanza o la preocupación de la República de modernizar la
escuela española aun en mitad de una crisis económica. Pero también
lanza luz sobre un acontecimiento presente: el espíritu privatizador
que se cierne sobre la educación pública. Tanto la enseñanza como
la sanidad son servicios imprescindibles, todos tenemos en algún
momento que usarlos. Esa característica desmonta un mito y destapa
una realidad. Todos usamos la educación y la sanidad. Si por un
casual pagásemos (y lo hacemos a través de impuestos), la sanidad y
la educación no serían deficitarias, no serían ninguna ruina como
las voces neoliberales se cansan de gritar. Todo lo contrario, serían
un negocio muy rentable, con una amplia clientela. Este razonamiento
hunde el mito de la ruindad de los servicios públicos y aflora la
realidad de la voracidad de los privatizadores.
Ante este panorama, la defensa de la sanidad y la educación públicas debería convertirse en objetivo prioritario, sin embargo, la inconsciencia y el individualismo campan a sus anchas entre la juventud y la ciudadanía. Un ejemplo de ello fue la Huelga educativa del pasado 17 de noviembre. Un triunfo solo en términos relativos, pues si atendemos a las cifras totales, tenemos que hablar de fracaso. En Sevilla, desde donde la vivió un servidor, 300 estudiantes nos encerramos en el Rectorado de la US y entre 1500-2000 acudimos a la manifestación que nos condujo hasta el Parlamento de Andalucía. Dicho así parece espectacular, pero la grandeza de todo esto decae cuando atendemos al hecho de que en Sevilla hay 60.000 estudiantes universitarios. Es razonable pues decir, que existe una gran mayoría, que sin estar a favor de los recortes y las reformas, no salen a la calle, no protestan, no se indignan. Se han resignado a la marea del cambio azul.
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