Con frecuencia en nuestro ir y venir cotidiano, oímos las estridentes sirenas de ambulancia, bomberos o policías. En ocasiones ni si quiera nos percatamos de ellas, cosa normal al estar inmersos en nuestras absorbentes rutinas. Un servidor, por contra, parece percatarse de todas ellas, como si estuviese atento a su presencia. Acostumbrado a la tranquilidad de La Línea, me abruma la cantidad de sirenas que resuenan en Sevilla. Y cada vez que siento una, me embarga la tristeza, porque comprendo que tras cada uno de esos ruidos a veces molestos se encuentra un drama humano, una tragedia personal, que quizás arruine una vida para siempre. Al fin y al cabo me enseñaron a santiguarme cada vez que una sirena resonaba en el horizonte.
Sin embargo, tras muchas sirenas escuchadas en la capital hispalense, he llegado a comprender que esa compasión esta justificada, pero tan sólo en parte. Pues si lo pensamos detenidamente, una sirena también oculta tras si un equipo de profesionales que dedica su vida a ayudar a los demás. Médicos, enfermeros, bomberos, policías, todos ellos optaron en la mayor encrucijada de su vida, la juventud, estudiar y formarse para un oficio de enorme responsabilidad, mayor vocación y cada día, menor sueldo.
Instantánea de la manifestación en Madrid por la Educación pública el pasado 22 de octubre. |
Todos ellos son trabajadores públicos, y aunque cuentan con ciertas ventajas laborales obtenidas tras años de lucha, en estos tiempos de crisis tienen en su contra un terrible enemigo. Un espíritu privatizador que invade los corazones de la ciudadanía e impregna las administraciones públicas, un fantasma que demoniza lo público denominándolo “ineficiente y costoso” y amenaza los derechos y el estilo de vida, humilde por lo general, de estos profesionales y de todos los demás trabajadores públicos.
Los mismos funcionarios que curan nuestras enfermedades, enseñan a nuestros jóvenes, cuidan de nuestros ancianos, limpian nuestras calles, resuelven con la ley en la mano nuestros conflictos, organizan nuestras fiestas o en el caso de los mencionados anteriormente, nos salvan la vida o nos rescatan del peligro. Imaginemos cómo sería nuestra vida sin ellos.
De su resistencia, y de la nuestra, depende que no sucumban los servicios públicos, que el Estado del Bienestar no sea fagocitado, y lo más importante, que la solidaridad entre nosotros, los seres humanos, no muera y deje de ser uno de los principios sobre el cual se construyen nuestras sociedades.
No nos dejemos encandilar por cantos de sirena manipuladores que persiguen hacernos ver los recortes como naturales y reflexionemos ante el estridente ulular de las sirenas y el resonar reivindicativo de los silbatos.